Relato Escrito por un Preso en los Penales Colombiana
«Un relato escrito por un preso en los penales colombianos es una denuncia de la situación de hacinamiento y violación de derechos humanos que enfrentan aquellos privados de libertad en Colombia. A través de su pluma, este hombre narra la cruda realidad de miles de internos que viven en condiciones inhumanas y sin acceso a una justicia eficiente. Este es un llamado de auxilio que no debe ser ignorado.»
Se ha creado un Relato Escrito por un Preso en los Penales Colombiana, donde se narra la frialdad de los barrotes y la soledad de las paredes.
#1: Relato de Wilfredo Mercado Ferreira
Soy el único hombre entre ocho hermanas, mi madre es una humilde señora que lo dio todo por verme formado y realizado profesionalmente. Mi padre era un gran señor y Dios lo tiene en eterno descanso.
Fui puesto en prisión a los 14 años de edad. El destino quiso que así fuera para que yo aprendiera que solo hay un camino que seguir: el camino del bien y también para que supiera que en esa etapa de la prisión solo tendría un amigo verdadero: Dios.
A las autoridades no les interesó que fuera menor de edad. Solo tenían que tener un culpable, un delito y una prisión. Y ahí estaba yo. Un juez de menores me mandó a la cárcel de mi pueblo natal, Leticia, Amazonas, por el delito de tentativa de homicidio. Lo más trágico de todo esto fue que al juez, aun sabiendo que yo era menor de edad, no le importó ordenar que me metieran a una cárcel de mayores y no a una correccional. No le importó qué me podría pasar estando ahí adentro, con prisioneros que purgaban penas muy altas.
Así empezó mi calvario, pues fui sentenciado a 56 meses por mi delito. Luego me trasladaron para la penitenciaria El Barne, en la ciudad de Tunja, Boyacá. En un abrir y cerrar de ojos me encontraba en la cárcel más segura y peligrosa de Colombia, lejos de mi familia, mi madre y mis ocho hermanas, que son las personas que yo más adoro en esta tierra.
Era enero 18 de 1980. Al entrar en esa inmensa penitenciaria comprendí que tenía que ser duro con todos y conmigo mismo, ya que no había alcanzado a llegar al patio que me fue asignado cuando estaban sacando a un pobre muchacho con el cuerpo lleno de puñaladas. Esto fue impresionante para mí, pues jamás en la vida había presenciado cómo alguien le pegaba más de veinte puñaladas a otra persona.
De todas maneras ese no era mi problema —pensaba—. Ya estaba en el patio que me asignaron, el número 4. Fui conociendo a los demás internos en el transcurrir de los días. Ver matar a uno o a otro era pan de cada día, pues allí era todo muy delicado, hasta por una mirada te podías morir. Por eso aprendí a ser cauteloso y astuto, para no tener inconvenientes con nadie, ya que en esa penitenciaría había manes pagando condenas hasta de cien años y aún más. Por ese motivo no les importaba cometer otro delito dentro de la cárcel, ya que sabían que no tenían salidero de allí.
Para ese entonces las instituciones penitenciarias no pertenecían al Inpec, sino a la Dirección General de Prisiones. Los guardias no tenían la calidad profesional de hoy en día. El que quería ser guardia solo tenía que ponerse el uniforme azul y tener un palo en la mano. Con eso ya era un guardián con el salvoconducto para subyugar, marginar y hasta matar a un interno a punta de garrote. Fue por ese motivo que me tocó luchar en ese mundo de muertos vivientes, donde nadie quiere a nadie.
La rutina en El Barne era estricta. Te levantaban a las cinco de la mañana para que te tomaras un baño obligatorio, muchos se hacían maltratar para no bañarse, ya que el agua allí no era fría sino congelada y por ese motivo hasta yo me hice llevar al calabozo. Después de estar bañados y arreglados nos sacaban a un salón con una especie de comedor para que recibiéramos el desayuno, que constaba de un pan del grosor de un dedo y un vaso de agua de panela.
Después del desayuno te contaban de uno en uno para verificar que nadie se hubiera fugado. Al terminar la contada nos sacaban a trabajar: unos para carpintería, otros para zapatería, etc. Permanecíamos en los talleres de 7 de la mañana hasta las 4 de la tarde. Después nos ingresaban a los patios para ser encerrados en las celdas hasta el siguiente día y así seguir la misma rutina.
Por mi parte yo fui aprendiendo a ser muy cauteloso en todo, ya que en esa prisión te quitan la vida sin la menor aflicción. Por eso aprendí a ser ciego, sordo y mudo.
Con el transcurrir de los días supe conseguir buenas amistades. Un parcero de nombre Horacio Ariza Burgos, condenado a 56 años por masacre; Ariel Herrera Charry, condenado a 107 años por diferentes delitos cometidos en la calle y otros en prisión, y otro gran amigo fue el viejo Gumersindo, quien me enseñó para ese entonces a hacer zapatos. Esos fueron los únicos amigos que tuve en El Barne. En esta penitenciaría no duré mucho tiempo ya que, llevando exactamente un mes allí, para febrero de 1980, una pinta del patio 6 que apodaban El Cuervo mató a mi amigo, el viejo Gumersindo. Todo porque el viejo no le quiso regalar un frasco de “bóxer” (que al inhalarlo, la persona queda en un viaje, o sea totalmente dopado).
Yo por lo general fumaba marihuana, lo hacía para estar con los ánimos bien abiertos y también por el inmenso frío que hacía. Para ese entonces un bareto costaba un peso. Eso era delicado porque si tú sacabas fiado un bareto y después no lo podías pagar, te quitaban la vida. Esa era la rutina de todos los días, heridos, muertos, drogas y negocios clandestinos con los guardias.
Pero bueno, íbamos con la muerte del viejo Gumersindo. Cuando esto pasó, todos quedamos a la expectativa de qué era lo que tenía que pasar, porque allá si te metías con uno, tenías que afrontar las consecuencias que se te venían encima.
Por eso entre el Loco Ariel, Ariza y mi persona tomamos la determinación de quién iba a matar al Cuervo, pues la muerte del viejo Gumersindo tenía que ser vengada. De esta manera para no ponernos a lidiar tanto, lo tiramos a cara y sello. Qué les puedo decir, me tocó a mí, y eso ya era un compromiso muy serio, así que le pedí permiso al guardián de mi patio y me fui hasta el patio 6 donde estaba el Cuervo. Al llegar hasta la reja de la puerta lo mandé llamar con otro loco del patio y cuando el Cuervo llegó hasta el sitio donde yo estaba, sin rodeos le dije: —¡Vea, parce, salga el domingo a misa para que nos matemos!
—¡Que no se hable más, parce, el domingo es todo! —me dijo.
Fue así que sin más preámbulo llegué a mi patio y les comenté al loco Ariza y a Ariel cómo iban a ser las cosas. Nos dimos a la tarea de alistar los cuchillos para el episodio que venía a continuación, ya que no sabíamos quién se iba meter a favor del Cuervo. Yo alisté mi cuchillo callejero “carbonero tres rayas” en puro acero, ya que sabía que el tropel iba a ser grande. De igual manera lo hicieron mis amigos.
El domingo a eso de las 8 nos sacaron a misa en una pequeña iglesia que estaba dentro de la penitenciaría. Me acuerdo de ese día como si fuese ayer. Era 14 de febrero de 1980. Nos encontramos el Cuervo y yo y, sin medir palabras, desenfundamos nuestros cuchillos. Entonces nos cogimos como par gallos en una gallera, ante la presencia de cientos de compañeros y guardianes. Solo el Todopoderoso sabía quién iba a morir.
El duelo no duró mucho, ya que cuando uno estaba en una situación de estas no se podía jugar. Todos se hicieron a un lado, tanto internos como internas (porque para esos años allí también estaba la reclusión de mujeres). El caso fue que yo salí con toda, voleando un poncho que tenía en mis manos como muleta, lo mismo hacia el Cuervo, pero pasó lo que tenía que pasar: en un descuido que tuvo le mandé una puñalada con tanta fuerza que le traspasé la garganta de lado a lado. Inmediatamente lo tomé por el pelo y empecé a darle puñaladas por donde le cayeran, hasta que quedó muerto. Yo estaba tan enceguecido y lleno de rabia que no me había dado cuenta que esa pinta ya estaba muerto, porque lo que me despertó fue un garrotazo de un guardián de apellido Vargas, que en paz descanse. Al sentir el golpe me di media vuelta y le mandé una puñalada. Y para mala suerte ese pobre hombre cayó de inmediato muerto, ya que el cuchillo que tenía no respetaba hueso. La puñalada que le di fue directa al corazón.
Todo fue instantáneo, tanto lo del Cuervo cómo lo del guardián, pero con una diferencia: cuando el guardián cayó muerto sus compañeros se me vinieron encima a golpearme, por lo que tuve que reaccionar de inmediato. Cogí mi poncho y con el cuchillo en la mano, les dije:
—Vea, mi cabo, no quise hacerlo, no fue mi intención, pero si alguno de ustedes me toca, es mejor que tiren a matar, porque con todo esto para mí la vida o la muerte es lo mismo. Ya no tengo nada que perder.
Así que los guardianes me vieron tan enceguecido y decidido que me dijeron:
—No, Mercado, nosotros no le vamos a hacer nada, ya pasó lo que tenía que pasar. Cálmese y suelte el cuchillo, porque de todas maneras lo tenemos que llevar para el calabozo.
Yo entré en razón y le dije al cabo Valencia: —Vea, mi Cabo, yo voy a soltar el cuchillo pero si me tocan no respondo por lo que pueda pasar más adelante.
El cabo Valencia me dijo: —Tranquilo, Mercado, nadie lo va a tocar. Yo le doy mi palabra.
Y en efecto así fue. Solté el cuchillo y me llevaron para el calabozo, que quedaba en un subterráneo con celdas pequeñas donde usted no sabía si era de día o de noche y sus mejores compañeras eran las ratas que parecían conejos.
Me castigaron con 60 días de calabozo y una condena de 30 años por homicidio múltiple. Durante ese tiempo no supe nada de mis compañeros, ya que cuando uno estaba encalabozado lo mantenían incomunicado de todo y de todos. Cuando ya llevaba un mes me sacaron y casi quedo ciego por el resplandor de la luz solar. Al salir el cabo Valencia me dijo:
—Mercado, lo sacamos del calabozo porque le llegó su traslado para la isla prisión Gorgona. Así que vaya hasta el patio y recoja sus cosas porque salimos en una hora.
Ahí fue cuando me di cuenta que a mis amigos ya los habían trasladado para Gorgona. Me llené de nostalgia porque con todos esos años de condena, sabía que por mucho tiempo no miraría a mi familia. De todas maneras empaqué mis cosas y emprendimos el recorrido hacia la Isla Prisión Gorgona.
Éramos 47 internos que íbamos en un furgón haciendo escala en otras penitenciarias para recoger a otros que también iban para Gorgona. El caso es que cuando ya casi no cabíamos en el furgón nos dirigimos con destino hacia Buenaventura, al embarcadero para la isla Gorgona.
Cuando llegamos nos estaba esperando un buque. Nos metieron a uno por uno en la bodega del barco, todos encadenados como en el tiempo de la esclavitud. Cuando el barco partió fue otro calvario, ya que más de uno se empezó a vomitar, pues no estaban acostumbrados a la marea.
Tuvimos un viaje de diez horas. Íbamos 200 hombres condenados a más de 100 años de prisión. Yo era el de menos condena, porque cuando me sacaron de mi pueblo natal, Leticia, mi condena era de 56 meses, o sea cuatro años y ocho meses. Pero por el inconveniente que tuve de matar al Cuervo y al guardián quedó en 34 años y 8 meses de prisión.
Cuando el buque arribó a la Isla Prisión Gorgona, nos empezaron a sacar a todos y nos hicieron formar en filas de diez por pelotón. Después de estar formados se presentó un Mayor de la Policía. Todos le decían Diciembre Negro. Más adelante les contaré por qué.
Al lado del Mayor se formaron un grupo de policías y bachilleres que iniciaban su curso para policía. En Gorgona no había guardianes, la policía era quien tenía el control sobre los internos. Cuando estábamos formados, nos quitaron los grilletes de las manos y los pies. El Mayor en voz alta pronunció estas palabras:
—Señores, bienvenidos a la Isla Prisión Gorgona. De ahora en adelante ya no serán llamados internos, les daremos una dotación de uniforme con sus respectivos números y serán llamados penados con el número que les toque. Aquí mandamos nosotros y recuerden bien, se les dará el trato que se merecen según su comportamiento. De Gorgona no salen vivos si intentan una fuga, pues aquí tenemos nuestro propio cementerio y su nombre es famoso, se llama El Chamizo. Si tienen problemas con sus demás compañeros deben estar preparados para morir o vivir, porque la población más cercana a Gorgona es Guapi y allí no hay profesionales médicos para salvar sus vidas. Recuerden también que como en toda cárcel tendrán sus visitas, pero con una diferencia: aquí las visitas son cada mes, cuando llega el único barco que está autorizado para arribar a Gorgona. Por otra parte, los castigos por infracciones que ustedes cometan son muy drásticos, así que pórtense bien.
De inmediato el Mayor ordenó que se nos entregara la dotación de uniforme, botas y demás implementos de aseo. A mí me tocó el uniforme con la insignia que decía: Penado 737. Después de que todos estuvimos uniformados, prosiguieron a darnos patio.
La penitenciaria Isla Prisión Gorgona era similar a la de Alcatraz, con sus patios, dormitorios, garitas, mallas electrificadas y una alarma que cuando sonaba todos entrabamos en pánico. Por uno pagaban todos y los castigos eran drásticos, pues nos maltrataban físicamente y después de estos castigos venían otros y, a veces, era mejor estar muerto que vivo.
Yo era el más joven de todos los penados que estaban en Gorgona y me asignaron el patio 2. Al entrar empecé a mirar si de pronto aparecía alguna cara conocida, pero no fue así. Los demás compañeros empezaron a saludarse unos con otros, cuando de pronto se me arrimó un negro alto y acuerpado al que le decían el Negro Cuero. Él me dijo:
—Mirá, vé… ¿y vos a cuánto estás? Yo le dije: —Estoy condenado a 34 años y ocho meses. Entonces el niche me dijo: —Cogé tus cosas y te parchás en el camarote que está vacío en mi alojamiento.
Sin saber lo que iba a pasar, cogí mis corotos y me parché en el camarote que estaba en alojamiento del niche.
Aproximadamente a las 3 y 37 de la tarde empecé a ver cuando llegaban más penados que trabajaban fuera de la penitenciaría. Venían cansados y sudados por el duro trabajo que hacían durante el día. Para mi sorpresa miré entre los que llegaban a mi amigo Ariel, nos chocamos las manos y luego me dijo:
—Parcero, ¿dónde lo colocaron? —Parce, ese niche que está ahí me dijo que me parchara en el alojamiento donde él está.
—Vea, parce, vaya y coja sus cosas y se pasa para mi alojamiento, allí hay camarotes vacíos. Ese niche hijueputa es un cacorro y lo que quiere es que usted sea su mujer —dijo Ariel un tanto enfurecido.
Yo quedé sin palabras, pero le hice caso a mi amigo. Fui al alojamiento del niche Cuero a sacar mis cosas, pero cuando iba a salir me dijo:
—¿Para dónde va, loco? —Para el alojamiento de mi parcero, el Loco Ariel —le contesté.
—Vea, loquito, deje lo suyo ahí, ¡porque de ahora en adelante usted va a ser mi mujer! —me dijo con tono desafiador.
Yo lo miré y le dije: —Vea, parcero, ya vengo. Me fui para donde el Loco Ariel y le comenté lo sucedido. Entonces él me dijo:
—Tome esta platina y lo que es, es, parce. Usted tiene que pelear con ese hijueputa para que respete, ese marica hoy se muere en las manos suyas o en las mías.
Así fue que cogí la platina y me fui a donde estaba el Negro Cuero y le dije:
—Vea, parce, si lo tiene encima, pélelo para que nos matemos, porque para que yo sea su mujer usted tiene que matarme primero, gran hijueputa.
El Negro Cuero sin titubear me dijo: —¡Que no se hable más, mariquita! Y sacó su cuchillo. Sin medir palabras nos cogimos en un duelo que tan solo Dios sabría quién viviría o quien moriría.
La pelea con el Negro Cuero no duró más de diez minutos. El caso fue que en ese tiempo de pelea, el negro me pegó una puñalada en el brazo izquierdo y yo le pegué una en la parte de la vejiga. Allí el Negro Cuero (que en paz descanse), abrió unos ojotes, pegó un grito y cayó al piso desplomado. Fue suficiente para que ese hijueputa se fuera al cementerio El Chamizo.
Cuando la pelea terminó, yo me acerqué al policía que estaba de centinela en el patio y le dije:
—Comando, hágame el favor y me lleva donde el Mayor. Cuando al policía vio mi brazo sangrando hizo sonar la sirena y de inmediato llegó el Mayor con centenares de policías. Entonces, yo le dije:
—Mi Mayor, yo, el penado número 737, me presento ante usted para informarle que acabo de matar al penado número 301, que le dicen el Negro Cuero. El Mayor me miró y me dijo: —Usted es un verraco, a ese negro nadie lo tocaba, pues ha matado como a unos veinte aquí en Gorgona.
De esta manera el Mayor ordenó que me sacaran al servicio de sanidad que había en la isla, me cosieron el brazo y me devolvieron para el patio. Cuando llegué allí mi socio el Loco Ariel me recibió y me presentó a otros penados. Así me gané el respeto de mis compañeros, pero lo más triste fue que tuve otra condena a 18 años más por la muerte del Negro Cuero.
Así empezó mi rutina en la Isla Prisión Gorgona, trabajando de 6 a 6 todos los días, por un lapso de tres años que permanecí en la Isla. Hubo muchos inconvenientes en mi estadía allí para que yo llegase a estar condenado a 120 años de prisión. Solo el recuerdo de mi madre y mis hermanas me daban fuerza para seguir luchando, pidiéndole a Dios que las cuidara, pues solo él podía bendecirlas y protegerlas. Jamás pensé que saliera vivo de Gorgona. La nostalgia me invadía y las lágrimas cubrían mi rostro al pensar en mi familia.
Pero Dios no se queda con nada, porque un día, el 13 de agosto del año 1983, llegó el magistrado Rodrigo Lara Bonilla a darnos la buena noticia: “Serán evacuados de la isla por orden del presidente…”. Nos llenamos de gozo por estas palabras, nos íbamos a reencontrar con nuestras familias.
Amigo lector, este es un pequeño relato de lo que viví en prisión, ya que faltaría mucho para contarles, pues 38 años de prisión y estando en casi todas las penitenciarías de Colombia, uno tiene mucha historia.
Se me olvidaba una cosa. ¿Quieren saber por qué le llamaban Diciembre Negro al Mayor? Porque cada diciembre había más de 20 muertos por su causa.
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